Más allá de la repugnante condición moral del
prisionero, de su comprobada fruición por meter mano en la tesorería pública
en sus tiempos de gobernante, de su crueldad, atrocidad, desvergüenza, de
sus farsas electorales, de sus pretensiones de galán, de sus muecas para
hacerse el chistoso, de sus arrestos de bocón y de guapo cuando estaba
apoyado, pero asustadizo y propenso a la rendición a la hora de las calzas
prietas, la publicación de las mencionadas gráficas quebranta los derechos
elementales de todo encarcelado.
No se puede combatir el crimen a través de otro
crimen. Así, que por nula que es la simpatía que nos despierta el personaje,
no nos queda otra cosa que condenar, sin titubeos de ninguna clase, esta
acción que confunde la venganza con el castigo justo, la burla con el
escarmiento aleccionador y el vejamen de cabo carcelero, con el debido
proceso. Hechas las anteriores acotaciones, entremos en lo que se llama,
materia.
Denominadores comunes. La lógica que se articula
alrededor de este tipo de déspota, siempre guarda la misma dinámica. Se
inicia con la creencia de una supuesta invencibilidad, sigue con la
exaltación de unas cualidades que no se poseen en lo absoluto y con la
corrupción exacerbada por la creencia imbécil de la impunidad vitalicia,
hasta desembocar en estos semidesnudos, que más que una anatomía maltrecha,
enseñan lo perecedero que es Poder, lo inútil de su parafernalia y que
muchas veces la justicia tarda pero, al fin llega. Bien les valdría a los
Saddam Hussein del planeta mirarse en ese espejo de calzoncillos zurcidos y
lavados a nudillo limpio.
Mejor que despojar de sus ropajes a un tirano caído,
es dejar en pelotas al que se encuentra en ejercicio. Tras ese mundo de
uniformes, de ¡atención firrr…! y de genuflexos que florecen como hongos en
un régimen que desdeña los escalafones cívicos elementales, los primeros en
no aceptarse tal cual son, suelen ser los propios afectados. Es aquí donde
el clavo pasado, cede preferencia al desnudo oportuno de las violaciones de
derechos humanos, de los expolios, pero sobre todo, de la concentración
viciosa de autoridad que conduce a semejantes aberraciones.
Exhibiciones impúdicas. Las escenas parecen
arrancadas de las páginas de Valle-Inclán, de la vida de Dionisio de
Siracusa, aquel déspota inspirador de algún diálogo platónico o de “El gran
Burundú Burundá, ha muerto”, del colombiano Jorge Zalamea.
El individuo viaja hasta las antípodas. Atraviesa el
desierto a pie, en medio de las mayores incomodidades y allí está. No se
requiere un dictamen de la OEA, ni de un informe del bobo de Jimmy Carter
para certificar la condición de dictador en calzoncillos. Basta mirarlo en
los cueros morales de su risa babosa por el solo hecho, vergonzoso para la
gente normal, de pasear en automóvil conducido por uno de sus congéneres más
abominables.
Si al éxtasis por la simple cercanía personal, se
agrega la dádiva dispendiosa para comprar cariño, el retrato deja de serlo.
Adquiere la categoría de placa de rayos “X”, aparte que la pose no verá en
aquellos interiores largos, anticuados, hasta las rodillas, que provocan la
burla del público femenino demandante de emociones más fuertes. El atuendo
íntimo, tendrá que ser el sugestivo bikini con el que los déspotas dejan al
descubierto sus adiposidades totalitarias y aquí, llegamos adonde no
queríamos llegar. Nos referimos a la madre –para emplear la jerga del
oficio- de todas las tomografías dictatoriales.
Son las cinco de la madrugada. Han sido diez o doce
horas de cháchara continua, ininterrumpida, ni siquiera, por las urgencias
de alguna “necesaria”. Es que la sola presencia de un tirano, viejo, mañoso
y bananero, resulta paralizante para determinados esfínteres. Una
condonación de la deuda petrolera por aquí, la dejación de las funciones de
cedulación de ciudadanos por allá, pasando por la entrega del manejo de
buena parte de la denominada industria básica. Pero el clic del imperativo
massmediático tiene sus propias exigencias.
Habrá que buscar una panty, para que la
indumentaria no desentone.
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