Por un lado, los que acusaban a los felinos de ser agentes
transmisores de enfermedades, incluido el mal de rabia, que es como ser
señalado como supuesto agente del Imperio, merecedor del exterminio y por el
otro, quienes depositaban la solución del conflicto en el equilibrio
ecológico y la selección de las especies, lo que en el mundo natural, es el
equivalente al diálogo.
Total, que luego
de escaramuzas de diverso calibre, incluida la intervención de un juez, una
mañana los animalitos amanecieron sacrificados.
La violencia doméstica, con su saldo de niños, pero mayormente, de mujeres
maltratadas que cada vez que se publica en los diarios, ponen en levitación
histérica a cierta retroprogresía, no es sino un dato más de una brutalidad
expandida, en buena parte de nuestra población.
“Pégale a tu mujer, no te preocupes por qué, que élla sí sabrá el motivo”,
reza un proverbio que algunos atribuyen a los árabes. Pero no. Tampoco es
para imputar a los musulmanes, ni a un sólo sector de la Humanidad por el
ejercicio de un machismo prepotente, casi siempre criminoso. Existe entre
los venezolanos toda una cultura en eso de zurrar compañeras, no importa si
la gresca es por dirimir quién administra el salario de una obrera o por la
forma de interpretar la crítica de la razón pura.
¿Por qué se solventó una
disputa entre vecinos asesinando gatos?
Escribía Bernard Shaw, que los pueblos pueden ser juzgados, según traten sus
animales. la intolerancia que conduce a envenenar unos techeros lo mismo que
a alguno que otro con pedigree, es la misma que atropella en las relaciones
de pareja, en el trato con el menorcito y en la manera de considerar al
adversario político. Una intolerancia que no quiere entender que las
compañeras, los disidentes, los niños y hasta los gatos tienen sus propios
puntos de vista, siempre respetables, y que la forma de ventilarlos no es a
través de la estricnina. Hay procedimientos democráticos para todo, incluso
para las mascotas que prefieren hacer pis en la alfombra. El pluralismo
incluye la racionalización de estos asuntos lo demás, es fascismo felino.
El lector lo habrá notado. Soy amante de los gatos. En los circos hay
leones, tigres, panteras, grandes felinos, pero que se sepa, nadie podido
domar un gato pese a que se les ha levantado la calumnia de ser animales
domésticos. El perro mueve la cola para comunicarse, el gato es un
enigmático propietario que nos permite compartir “su” residencia. El perro,
ladra, el gato piensa cuando duerme y observa cuando vela. El perro supone
una política aplaciente, bonachona, que sólo sabe de incondicionalismos. El
gato, una política cazadora, aventurera que al primer maltrato se desmarca y
manda al supuesto líder para el otro tejado.
Unas inofensivas mascotas envenenadas, constituye una clarinada que advierte
una intolerancia que comienza a penetrar nuestros más recónditos resquicios.
Se principia envenenando al gato, pero se concluye degollando al dueño. Sólo
podremos aspirar al calificativo de civilizados, cuando aprendamos a
respetarnos y a respetar los animales.
Me hacía estas reflexiones, mientras desenredaba la melena de “Maala”, mi
gata, quien retoza alrededor del teclado de mi computador. Claro, sin
quererla más de lo debido porque mujer, al fin, si le doy demasiado afecto
me lo retribuirá con sus afiladas uñas. Aunque todavía no estoy seguro, si
me refiero a una gata o a una princesa salida de un relato de “las mil y una
noches”. |