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Para evitar el riesgo de la censura, me voy a permitir un relato ocurrido en Alabama en 1880 . . .


Como deseo evitar a toda costa el riesgo de la censura, me voy a permitir el relato de un episodio ocurrido en Russelville, estado de Alabama, en 1860, que nada tiene que ver con golpes, allanamientos, ni recogimientos de diarios.

La peste y la sequía azotaban a Russelville. Ruina y muerte eran cotidianidad para sus pobladores. Transcurrían meses y la calamidad, lejos de morigerarse, atenazaba cada vez más al poblado.

Muchos consejos de residentes habían fracasado en hallar soluciones. Esta vez alguien dijo que era el señor de los cielos, que en castigo de alguna falta habíales enviado tan terrible canícula.

" Para merecer Russelville conmiseración - dijo a voz en cuello el Alcalde-

debemos todos confesar públicamente nuestros pecados, y muera así el más culpable, y que su castigo definitivo ponga fin a esta adversidad que nos consume. Yo confieso haber prevaricado y, a cambio de unas monedas, permitido que los constructores del pueblo devastaran los bosques, para construir sus industrias".

En eso no encuentro mayor falta - dijo el empresario- porque además de haberos sobornado, fui yo quien taló las plantas, desvió el río y destruyó las acequias, porque me estorbaban en mi empresa.

Y así, uno a uno, fueron contando su culpa. La esposa confesó adulterio; el juez haberse vendido; el tendero, que falseaba las pesas y las medidas y, hasta el cura, haber cometido estupro, traicionando su ministerio. Oyendo éstas y otras confesiones de pecados no menos graves, Thelonius Jones, avecindado en la zona, animóse a decir sus extravíos y así se dirigió a la concurrencia:

"¿ Recuerdan ustedes aquellos pasquines que con la firma de un tal John Smith inundaban nuestra villa? ¿Se acuerdan que en ellos se denunciaban muchas de esas mismas tropelías que ustedes ahora han confesado? Pues bien, no era ningún John Smith - quien además no existe- quien las imprimía, sino yo, y sólo yo el autor de esas publicaciones de las cuales ahora me confieso".

¡ Ajá!, negrito chismoso - le gritó el tendero- con que eres tú el culpable de que en este pueblo reine la cizaña y nadie pueda hacer lo que le da la gana. ¡Es éste negro el más pecador de todos nosotros y quien además nos tiene empavados! .

Raudo, dictó el juez la sentencia, y el propio cura ejecutó la penitencia.

 


© 2001 Derechos Reservados - Dr. Omar Estacio