Los venezolanos, Su
Majestad, no somos unos patanes. Lo pongo en guardia de las
generalizaciones, siempre peligrosas, porque días atrás cierto peón
alzao, investido en mala hora de funciones de gobierno, pudo inducirlo a
pensar en tal sentido.
No hablar mal de las
damas ni de los ausentes, incluidos los difuntos. No presumir de riqueza,
peor si es mal habida. No abusar del débil, patear al caído, ni mofarse de
la desgracia ajena. “¡En cayapa, no!”, tal como lo reivindicó Augusto
Mijares en “Lo afirmativo venezolano”, también es código no escrito de
nuestra caballería andante, que prohíbe valerse de la gavilla, incluso, en
las reyertas más vulgares. A las mujeres ni con el pétalo de una rosa. Ni a
los niños. Menos todavía a los ancianos. Todos nuestros malhechores, aun los
más zafios, respetan la norma de no tomar venganza en un hijo, pareja o
familiar de su adversario. Todos, menos uno, don Juan Carlos II, quien so
capa de sus resentimientos más freudianos ha quebrantado, inmisericorde, los
preceptos antes expuestos; los contenidos en el “Manual de Urbanidad” de
nuestro Manuel A. Carreño, sin contabilizar sus atentados contra los códigos
Penal, Civil, de Comercio, leyes de Salvaguarda del Patrimonio Público y de
Vagos y Maleantes, porque no hablamos de un hombre, sino de un prontuario
ambulante.
Y ahora, el desagravio
que le prometimos.
Atendida la máxima del
Quijote, que “El hombre es hijo de sus obras” ¿Qué culpa tiene usted,
don Juan, al extremo que tener que soportar el culebrón de los supuestos
desaguisados de Isabel La Católica y Fernando VII, entre otros, por mucho
que sean o no sean parte de su árbol genealógico? Y aquí volvemos al
comienzo: la patanería de despotricar de los muertos o de los ausentes,
Aznar, incluido, porque bastante vimos a su actual “despotricador”, ahí,
robando cámara, confianzudo, pasándole el brazo por el hombro, sacándole
fiesta en medio de contorsiones de gata, sin que se tengan noticias que
frente a frente, se hubiese atrevido a decir lo que le dijo a sus espaldas.
Sentado lo
anterior, me voy a permitir solicitarle un favor. Por cierto, a estas
alturas, Su Majestad ¿puedo llamarlo Juan Carlos, así, a secas, sin que le
dé pie al nuevo rico en referencia, a volverle a pagar al “hermano” Evo y al
más “hermano” Daniel Ortega, para que lo cayapeen, lo agredan en gavilla, en
una cumbre al extremo que este último –sin descalificaciones ad hominem
o ad depravatrum- le dicte una monserga sobre el trato a niñas y
adolescentes?
El favor,
era el siguiente: no nos vayan a invadir, don Juan. Sí, ya lo sé,
la Revolución Forajida,
tiene comandita con la narcoguerrilla, juega pico-pico-solorico con Tirofijo
y Mono Jojoy y no sería de extrañar que en el mismísimo instante en que
usted lea esta carta, los tipos más duros de ETA, se encuentren en paños
menores, en la suite presidencial de Miraflores, pasándolo gordo con call
girls, pagadas con la petrochequera
Pero de
invasiones, nada. Sigue siendo asunto nuestro la obligación de
desembarazarnos del gobierno gamberro y aunque knock-outs fulminantes
como el que usted propinó con su legendario ¡Chito! no son desdeñables, nos
sería más útil que un verdadero rey como usted, no otro de pacotilla, nos
ayude a divulgar lo que hoy ocurre en Venezuela.
Y la
próxima vez que le venga con que usted es monarca, respóndale “¡Chito! ¡Más
monarca será usted, que se quiere erigir en gobernante vitalicio en medio de
un fraude electoral, con premeditación, alevosía, nocturnidad, escalamiento
y desvergüenza!”
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