Siento
enemistad hacia el fanático venezolano del balompié. Afino mejor la
puntería. Enemistad lo que se dice enemistad, uno, no la siente por casi
nadie o por cosas muy especiales. Así, que ante una palabra, pero sobre todo
un sentimiento tan terrible, se hacen necesarias las acotaciones del caso.
Mi
animadversión no incluye al escasísimo, pero muy consecuente número de
parroquianos que pese a la relativa popularidad de ese deporte en Venezuela,
asiste cada domingo, para animar a los modestos equipos de nuestra Liga
Profesional.
En eso de la
enemistad hacia los hinchas nacionales me refiero al fanático
temporario. Al que juega siempre en "posición prohibida". En outside.
Al cazagüire. Al aficionado, que permanece por espacio de cuatro años
ajeno a la oncena de su ciudad o a nuestra querida Vinotinto, pero que
cuando llega el Mundial, se siente italiano, español, brasileño o hasta de
Afganistán.
¿La
torcida de Río, Bahía, Sao Paolo sufrió explosiones de júbilo al
enterarse que el venezolano, Elvis Andrus, el año pasado estuvo a punto de
ganar el trofeo de Novato del Año, bajo la batuta de Omar Vizquel? ¿Un
chileno, un uruguayo, saldría en caravana a festejar porque la selección
argentina ganó su tercera Copa Mundial?
Eso jamás.
Razones de acérrima rivalidad o de simple indiferencia, harían imposibles
semejantes supuestos. Además, son gente que no sentiría tales victorias como
propias. Que no han aportado nada para que se produzcan y que por lo mismo,
se saben sin derecho de hacer suyo algo que pertenece a un tercero.
Pero no. Al
contrario de todo fanático que se respete, el aficionado venezolano de cada
cuatro años, aparte de paralizar nuestra ya paralizada economía, porque
abandona sus obligaciones, para seguir el Mundial a través de la TV, sale a
celebrar - o a llorar, porque en materia de ridiculez tenemos para todos los
gustos- cualquier goleada por más que en ellas no tengamos arte ni parte.
El más
reciente Mundial cobró un muerto entre nosotros. Algo insólito. Un pueblo
que es capaz de un crimen como el ocurrido en Caracas, durante el Mundial de
2006, es un pueblo capaz de jugarse el alma por una convicción que
desconoce, por puro impulso, porque así se lo dicta cualquier lunático,
incluidos los mencionados al inicio de la presente crónica.
Hace unos
cuantos años, en visita a Venezuela, Savater, reivindicaba la pasión por el
fútbol. Según este autor, se produce, entre la hinchada una cierta unión, un
cierto lenguaje común, accesible, igualador, capaz de amalgamar a un sector
considerable de la población. Nuestro Pedro Díaz Seijas, por su parte, en un
hermosísimo trabajo, develaba las claves, por demás imaginativas, que se
producen entre los jugadores de Bolas Criollas. Pero ¿qué vínculo importante
puede surgir, con motivo de un partido entre dos seleccionados, si no se
tiene una idea exacta de la ubicación, cultura, características de los
países que representan y en la mayoría de los casos ni siquiera se puede
pronunciar correctamente el nombre de sus jugadores?
Quiero que
Brasil, España e Italia, pierdan por goleada (excusas para mi abuelo
materno, Giuseppe Ziccarelli, a quien Dios tenga en la gloria y para ti,
Fatiminha, de mi amor). Todo con tal de no ver a un grupo de idiotas en las
calles de la urbanización Las Mercedes, ondeando las banderitas de unos
países con los cuales no tienen otra relación que la de vecinos no siempre
cordiales o la remota parentela de algún inmigrante ilustre. Que Camerún
siga la misma suerte. No sea cosa que mis familiares barloventeños se
alebresten, también, y les dé por trancar el tráfico de la Carretera de
Oriente. Mientras descubro un equipo que no motive entre los venezolanos,
tales expresiones de júbilo, voy a ligar por el equipo arbitral.
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