Hombres y mujeres venidos de otras tierras pero con, padres, hijos o
nietos “inscritos en nuestras escuelas o sepultados en nuestros cementerios”
como le escuché lamentarse, muy amargamente, a uno de éllos, antes de
largarse con sus dolores y sus sinsabores para otra parte.
Ahora, según el citado reportaje, se agregan las
empleadas del servicio doméstico. Documentadas o indocumentadas. Cocineras,
planchadoras, lavanderas. Se marchan no porque sientan nostalgia por
Barranquilla, San Pedro de Macorís o Guayaquil. Ni para esconder, como en
las telenovelas, algún desliz con el niño-tonto-hijo-de-papá. Están ansiosas
de irse. A Nueva York, a Chechenia o a sus lugares de origen por cuestiones
de, inseguridad, depreciación del supuesto “bolívar fuerte”, pero sobre
todo, por un recalentamiento global del resentimiento y el odio que jamás
habían percibido en Venezuela, que señala traidores donde no hay más que
seres humanos.
Existe gente que no quiere darse cuenta. Casi todas
las naciones –pese a la etimología de la palabra nación- son el resultado de
un largo cruce y no hay más que viajar por Francia o Estados Unidos para
herborizar por sus calles el crisol de fisionomías. Un francés rosáceo, tipo
aquel Maurice Chevallier, no guarda ningún parecido con sus compatriotas,
judíos y pálidos, como lo fue Marcel Proust. El yanqui de Manhattan, no se
parece al del Río Grande. Pero una nación, no es la adunación monótona de
los mismos, sino la capacidad de asimilación, de capitalización del recurso
humano que le va llegando por la vía guerrera, comercial o puramente
viviente. Y he puesto los ejemplos de Francia y Estados Unidos, porque
fueron países con fe en sí mismos pero que de una forma estuvieron sometidos
al mestizaje, al enriquecimiento y a la subsiguiente cultura de las
culturas. Los fascistas de Le Penn, de la gobernadora racista de Arizona y
de nuestros babiecas que los emulan, deberían convencerse: denostar al
distinto o al que piense diferente, es destruir la fe en el gentilicio
propio.
Un pisaverde de nuestro servicio exterior, cometió
hace algún tiempo la necedad de calificar como traidores a la Patria a los
jóvenes venezolanos que se marchan al exterior. La ecuación es aterradora:
si nuestros muchachos que emigran, porque no ven en nuestra amada Venezuela
un horizonte de esperanzas son traidores, somos un país de traidores, donde
también lo son los entonces jóvenes que llegaron de Europa, Asía, del Medio
y Lejano Oriente, del otro lado del Arauca hace, 10,20 o 50 años por
similares motivos.
Escribía, Pedro Emilio Coll, que la tolerancia es
la cortesía de la inteligencia. Cabría parafrasear expresión tan hermosa
pero de manera inversa: la intolerancia es la coz de la estupidez, de la
brutalidad, de la estulticia, de la rienda suelta a hacerle zalamerías al
amo o jefezote. Ello explicaría el silencio gubernamental en repudiar
ciertos brotes xenófobos, que muchas veces se oculta en el envés de un
indigenismo postizo, prefabricado para discriminar.
Escribo estas líneas, la madrugada del lunes nueve
de agosto. Ojalá que cuando las publiquen, el señor Presidente, que ahora
anda en plan de hacerse perdonar sus vínculos con las FARC y el ELN,
aproveche tales propósitos de enmienda, para desagraviar, también, a las
multitudes de venezolanos que se van o de venezolanos que han venido desde
muy lejos.
Por lo pronto, doña Filomena, colaboradora
insustituible, bálsamo milagroso de mis impericias cotidianas ¡no se marche!
Mire que si lo hace, no voy a culpar al señor Chávez, como suelo hacerlo del
acumulado de desdichas compatriotas. Menos todavía, voy a calificarla de
traidora a la Patria o de traidora a su consternado empleador. Simplemente,
me mudo con usted, para Cartagena.
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