El piercing

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Esta nueva moda que ahora copiamos los venezolanos, no es tan nueva como parece . . .


CON MOTIVO DE LA PASADA temporada de Carnaval, hablábamos del palling, del surfing, del skubing, del footing y demás norteamericanismos imprescindibles para disfrutar de una temporada de playa verdaderamente a la moda. Ahora un grupo de lectoras me pide a través del correo electrónico que escriba sobre el piercing.

Ese no es ningún deporte playero, les respondo. Pero las damas insisten, argumentan, se quejan del spanglish, de las restantes influencias foráneas que califican de perniciosas, y como el periódico lo escribe el lector - las lectoras en este caso - al cronista no queda más camino que obedecer.

Hablemos, pues, del piercing, que no es otra cosa que el afán de perforarse el body - con el perdón de las amigas cibernautas- por lugares distintos a los naturalmente perforables.

El efecto demostración

Esta nueva moda que ahora copiamos los venezolanos, que imitamos de manera servil tantos usos que nos llegan del Imperio, renació en The Castro Street Fair, San Francisco, California y en el East Village neoyorkino. Pero tampoco, es tan nueva como parece.

A las niñas apenas nacen, siempre les han abierto una ranura en el lóbulo de la oreja para ponerles zarcillos y los guerreros de algunas tribus salvajes perforan desde hace milenios el istmo carnoso de su nariz; atraviesan una estaca a través del orificio y se exhiben con ese aspecto feroz cuando andan en son de guerra.

En la época victoriana las damas se colocaban una anilla de oro en los pezones para llamar la atención de sus galanes. Hoy la práctica se ha extendido a cierta clase de caballeros, con propósitos similares. Debe ser una operación dolorosa si se ejecuta sin anestesia. Cuando chico le aprisionábamos las tetillas con un alicate a los condiscípulos calificados de acusetes. Al menos que yo recuerde, ni en primaria ni en mi secundaria, los presuntos delatores incurrieron en reincidencia.

El piercing ha ampliado su área de acción. Los zarcillos ya son de uso masculino normal, con la variante que los caballeros los llevan en una sola oreja. De dos hasta diez pendientes, de diferentes modelos, según se desee expresar que se es de un bando, jugador de baloncesto o activista de determinada organización ambiental.

Aquello que los zarcillos estaban reservados para gitanos, cantantes de rock y motorizados, también es cosa de otro tiempo. Días atrás miraba a Jesse Ventura, gobernador de Minnesota, calvo, con una barba atezaba al estilo Rasputin, portando un arete descomunal en su oreja izquierda. Hello, President! Se llamaba el programa que lo presentaba por la Tv, en lo que era una clara advertencia que aspira a competir por la Presidencia de su país, como candidato antistatus. Seguro viene el hoy gobernador de Minnesota, gana las elecciones y por aquello del efecto demostración, cierto jefe de Estado latinoamericano, en lugar de copiar los préstamos al estilo musulmán, lo imita con un aro en la oreja, en la verruga o en el labio inferior, bembing, en este último caso, la denominación más precisa.

El Piercing erótico

Aparte de sus modalidades bélicas, propagandísticas y disuasorias, como lo practicábamos en mi escuela, tenemos el llamado piercing erótico. La picardía de esta variación radica en llamar la atención del dulce enemigo hacia una zona del cuerpo moderadamente sugestiva.

Ya se sabe, por ejemplo, que la oreja es geografía erógena cuyo leve roce con los labios estaba permitido incluso a los novios catequistas, so excusa de confiar algún secreto. Pero ahora ha dejado de ser una costumbre inocente y si se quiere exenta de riesgos. Claro, un galán que pasea su lengua libidinosa con un clavo remachado por ambos extremos por la oreja de su pareja, corre el riesgo de engancharse a uno de los numerosos aretes de la chica y en tal caso, la única salida es pedirle auxilio al herrero para que acuda con un soplete.

Lugar sublime para la práctica del piercing, lo ofrece el ombligo, refugio mínimo, previo y baustista del otro el cual Salomón llamó "taza de luna". Colocarse una anillita en el ombligo es una promesa de entrega. Si Venus no tuviera ombligo, su vientre resultaría frío como una loma nevada sin estación y sin posada.

Quizá por eso a partir de la Lolita de Nobokov, la más actual incitación femenina hacia el macho esquivo, más atento al cannabis y a la cilindrada de su motocicleta, consiste en dejar visible la exquisita oquedad entre la minifalda y el top. Qué envidia, porque uno a está edad corre el riesgo de hacer el ridículo de atreverse a un piercing en la oreja izquierda para conquistar a una de nuestras Lolitas. Aunque quizá valga la pena con tal de llegar a la ansiada meta: un buen rendez-vous por la Panamericaning y que me perdonen las lectoras puristas del castellano.

 

© 2001 Derechos Reservados - Dr. Omar Estacio