Un peón
alzao, por ejemplo, que en mala hora asumió responsabilidades que
rebasan sus mediocridades; que tiene seis años, o más, desempeñándolas con
desmesura y que, por si fuese poco, aspira prolongarlas hasta el 12, el 21 o
quién sabe hasta cuándo, es incapaz de permanecer inmune ante el magno
evento de la ordenación papal: “¿Electo a los votos y vitalicio de un solo
pepazo? ¿Y por qué no me lo informaron antes del 15 de agosto? ¡Voy a tener
que volver que solicitar los servicios de Carter!”.
La instrucción primaria es un
derecho que debe dispensarse a toda la población, sin discriminaciones de
ninguna clase. Salvo las excepciones, siempre desagradables. Uno puede ser
visto como un duro en esta materia. Pero los lunáticos atragantables con la
adquisición de nuevos conocimientos, exigen un trato selectivo, que en lo
que se refiere al articulista, tiene qué ver más con la caridad cristiana
que con malquerencias personales. Habrá que explicarles a ciertos
cerebrillos que, ni ellos son Papas, que sus respectivos mandatos tampoco
emanan de la Providencia y que tal como van las cosas, es improbable que
lleguen a sentarse a la diestra de Dios Padre, sino remitidos, directo, a la
quinta paila. Además, los Sumos Pontífices no apalean mujeres para
perpetuarse en El Vaticano, ni tienen una lista negra de los Cardenales que
no sufragaron por ellos para vengarse ¿Un Santo
Padre metiéndole mano al “cepillo”, luego de oficiar la misa? Eso nunca,
porque los únicos capaces de semejante sacrilegio son los sacristanes más
pecaminosos.
Lo dijo Nuestro Señor Jesucristo:
“Mi Reino no es de este mundo”. Una cosa es una jefatura de Estado
vitalicia, espiritual, que descansa en la fe asumida por los creyentes de
manera libre y voluntaria y otra, un liderazgo materialista y enfermizo con
pretensiones de perpetuidad. En este caso cabría más bien hablar de
satrapías, por la naturaleza de sus ejecutorias, por su fruición en
aferrarse al Poder y por su ya mencionado desprecio al venerable principio
de alternabilidad.
Se ha explicado poco, porqué en
lugar de cuatro, cinco años o períodos de tiempo relativamente reducidos,
el mandato democrático, constitucional, republicano, pero sobre todo
decente, no debe ser de décadas. La alternatividad, en sí misma, es
justificable con relativa facilidad. Duverger, decía que es una medida
precautelar contra la tendencia opresora de aquellos que se entronizan en el
Poder. Pero también está la necesidad de rendición de cuentas y el dinamismo
que demanda la conducción de los asuntos públicos. Un presidente -
o reyecito - que piensa que
permanecerá mucho tiempo en el cargo, tiende a administrar con impudicia,
porque de confirmarse su continuismo, sabe que no tendrá que presentarle, a
nadie, relación detallada de sus desmanes. Además, la gente quiere que se
arbitren soluciones con rapidez. Algo que le tendrá sin cuidado, a quien
cree que tendrá muchos años, en lugar de algunos pocos, para resolverle los
problemas a sus administrados.
Hay una razón todavía, más vital,
para la limitación temporal de los gobernantes. Se trata de las perspectivas
de vida que tenemos los humanos. Si tuviésemos expectativas de 300 o 400
años, no nos afectaría mayor cosa, que un granuja nos gobierne desde 1999
hasta el 2012 o hasta el 2021. Constituiría, apenas, el cinco por ciento de
nuestras existencias. Como no es así, resulta inaceptable que la tercera
parte, en el mejor de los casos, de los destinos de cada cual se apuesten a
la gestión de un solo individuo, para que después de su previsible fracaso,
venga a culpar al imperialismo yanqui, a que lo destetaron a destiempo o a
que es feo, gordo y acomplejado.
A un Papa, menos bueno o regular,
lo podemos soportar por décadas. Al final, es algo que se relaciona con la
vida eterna. En todos los demás casos la sola perspectiva, apesta.
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