El uso de individuos que más de pseudonimistas
literarios, son vulgares testaferros, aparte de la incitación de turbas
alentadas por el gobierno, que pretenden presentarse como manifestantes
espontáneos, es de vieja data en nuestra historia.
Lo recordaba días atrás, cuando miraba el bochorno
alrededor del artículo publicado en "Venprés" con la firma de
J. Valverde, mediante el cual más que difamar, se intenta coaccionar a
los periodistas José Domingo Blanco, Ivéyisse Pacheco y Patricia Poleo
para que no cumplan con su labor profesional. Todos sabemos que no existe
el tal, Valverde. Por eso el sedicente gobierno bolivariano, en cualquier
momento se sacará de la manga a cualquier semianalfabeta que asumirá la
paternidad del libelo y ya, asunto concluido. Después de todo la agencia
del gobierno no se hace responsable por los conceptos emitidos por sus
colaboradores.
Como se dijo a comienzo, no es la primera vez que la
estratagema se emplea en Venezuela.
Finalizaba 1843 y ese granuja de nuestra política,
que siempre fue Antonio Leocadio Guzmán, hacía esfuerzos por ganarse el
favor del entonces presidente Carlos Soublette.
Este último no había visto con simpatía la
creación del llamado Banco Nacional, en especial, la presencia del señor
Juan Pérez, su factor más importante. Así, que más allá de los
cuestionamientos que podían hacerse en contra del banquero, comenzó a
orquestarse una campaña que incluía pleitos judiciales y ataques a
través de la prensa.
En el número siete de "El Relámpago",
correspondiente al 3 de noviembre de aquel año, salieron publicadas unas
seguidillas, que Pérez consideró difamatorias. En este semanario de
corte satírico, jamás firmaban sus colabores con su verdadero nombre.
Tomás Lander, en ocasiones calzaba al pie de sus artículos el
pseudónimo de "Yo", otras veces como "El
Otro". Guzmán empleaba para identificar sus columnas el de "Uno"
y similar procedimiento seguían Abigaíl Lozano, el poeta y abogado
Rafael Arvelo, Mauricio Blanco y los restantes colaboradores del pasquín.
LA LEY DE IMPRENTA. A lo largo del siglo XIX en
Venezuela, rigieron varias leyes de imprenta. Estos instrumentos legales,
entre otros conceptos, establecían el llamado principio de
responsabilidad en cascada, que nuestro Tribunal Supremo de Justicia
intentó revivir en su controversial sentencia 1.013, publicada a mediados
del año pasado.
Nadie había asumido, por lo menos de manera
oficial, la condición de editor, director o colaborador de "El
Relámpago". Lo único que sabían sus lectores era que se imprimía
en los talleres, propiedad de Antonio Leocadio situados entre las esquinas
de Bolsa y Mercaderes. El caso 2º, artículo 1º, de la ley 3ª
establecía: "cuando el original resultare firmado por persona o
persona en las cuales no pueda hacerse efectiva la responsabilidad que
determina la ley, sea responsable el impresor".
Por eso los abogados de Juan Pérez querellaron a
Guzmán. Allí es cuando aparece la figura del testaferro. Para eludir la
posible condena del impresor, Tomás Lander sobornó con diez pesos a
Ramón Villalobos, un frotaesquinas de la parroquia Santa Rosalía, quien
firmó y asumió la paternidad del injurioso manuscrito.
El 25 de enero de 1844 se reúne el jurado, para
determinar a quién corresponde la responsabilidad de las Seguidillas.
La acusación previamente había calificado a Villalobos de insolvente,
borrachito y por si fuera poco, de incapaz de escribir una línea. El
fallo es adverso a Guzmán y entonces se fija fecha posterior para oír la
pena que debe imponérsele al culpable.
TOQUE LA CAMPANILLA. El episodio ha sido relatado
muchas veces. En el mismo se intenta presentar al presidente Soublette,
como un ejemplo de civilidad ¡Pamplinas!
El nueve de febrero, preside la audiencia el juez
Isidro Vicente Osío, quien delibera con el jurado. Se oyen los alegatos
de la acusación, pero cuando la defensa hace uso de la palabra, una turba
enardecida toma la audiencia por asalto.
Las deliberaciones se prolongan hasta las diez de la
noche en medio del asedio de los amotinados. El juez Osío logra
escabullirse en medio de la confusión. Para contener a los facinerosos
primero pide auxilio al gobernador Mariano Ustáriz, quien se lo niega. De
la gobernación, se traslada a la residencia del general Soublette, a
escasos metros donde los amotinados reclaman que en lugar del juez la
sentencia la dicte el soberano - así, textualmente el soberano,
tal como se califica también hoy a la canalla. Casualmente, los
amotinados eran encabezados por un hijo del propio Presidente de la
República. Allí, es cuando Soublette, en lugar de enviar algún piquete
para preservar la seguridad del tribunal, le responde al juez Osío, en
medio del mayor cinismo:
- Llame al orden a la concurrencia, su señoría
¿No le obedecen? Toque usted la campanilla. Agítela.
Como verán los lectores. No hay nada
nuevo bajo el sol de esta revolución corrupta y forajida que nos intenta
retrotraer a los episodios más oscuros de nuestra historia.
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