Sin ánimo de ofender, en
realidad. El asunto, más bien, se origina en la costumbre no tan
intrascendente, como se verá, de determinadas familias norteamericanas de
bautizar sus hijos, con el apellido de algún personaje célebre,
preferentemente militar. El novelista Washington Irwin, por el padre
fundador de la nación norteamericana. Jefferson Davis, general y presidente
de la llamada Confederación, por Thomas Jefferson. Hamilton Fish, político y
burócrata del siglo XIX, por George Hamilton y así, en una cadena que puede
resultar interminable.
Simon
Bolívar Buckner,
senior, nativo de Kentucky, nació los días en que nuestro
Libertador, todavía, se desvelaba por la libertad de América. Efectivo en la
guerra de México al lado de su amigo, el también general Grant; combatiente,
luego, contra este último, fue su prisionero, a raíz del enfrentamiento de
Fort Donelson. Contrasentidos en aquellos países, que como preludio de
tragedias más graves, sufren la prédica de odios que colocan al hermano
contra el hermano.
Vuelta la
paz en la nación norteamericana y Simón
Bolívar
Buckner
llega, a los votos, al cargo de gobernador de su estado, para después
competir, y perder, como candidato a la Vicepresidencia, en la fórmula que
encabezó el demócrata John M. Paimer.
Pero, la
saga de los Simón Bolívar Buckner, no concluyó allí. Está, el caso de su
hijo y homónimo nacido en 1886, también general del ejército norteamericano,
quien en medio de una rutilante carrera como oficial, recibe el comando de
llamada Operación Iceberg durante la guerra del Pacífico. Luego de defender
Alaska, Bolívar Buckner, junior, asume la jefatura del desembarco de
Okinawa. Para que se tenga una idea de la magnitud de esta acción, basta
contabilizar que las fuerzas combinadas de Estados Unidos, sumaron 1.600
barcos, 183.000 infantes y 12.000 aviones de combate. La contraparte
japonesa, por su lado, concentró 100.000 soldados bien equipados, más
200.000 nativos de la isla, todos al mando del brillante general Ushijima.
Muchos analistas, comparan el de la isla de Okinawa, con el desembarco de
Normandía e incluso, lo califican como la mayor batalla naval de la
historia.
El general Simón
Bolívar Buckner Jr., cumplidas las primeras escaramuzas en Okinawa, no se
hizo construir un bunker para proteger su vida, ni siguió la acción desde
lejos, con un catalejos o a través de las radiocomunicaciones. Se colocó al
frente de sus hombres, resultando muerto, el 18 de junio de 1945 por la
metralla nipona.
En un pasaje
autobiográfico, narra Simón Bolívar Buckner, el joven, que la emulación al
Bolívar caraqueño, comenzó con las lecturas que el abuelo hacía a su padre
y, a su vez, las que este último le hizo a él, desde muy niño.
Esta homonimia con el
venezolano más universal, puede verse como algo insustancial, que no
trasciende de lo anecdótico. No es así. El caso de los Simón Bolívar
norteamericanos, demuestra cuán movilizador puede resultar la firme adopción
de modelos humanos elevados. Claro, siempre que esa semilla formidable se
siembre en campo propicio, porque en espíritu reblandecido o tarado
espiritualmente, la evocación no germinará sino en el desplante y en la
jaquetonería vulgar.
No obstante, una nota
ensombrece la referencia histórica. Simón Bolívar Buckner, Jr. fue un
racista redomado. Algo incomprensible en quien decía haber abrevado en el
ejemplo del caraqueño. Menos mal, porque hubiese sido el acabóse, que Simón
Bolívar Buckner, Jr., al reventar el primer cartucho en Okinawa, se comportó
como un bravo. Porque no se crea, ha pasado con otros sedicentes émulos del
Grande Hombre, que además de enemigos de los judíos, de los extranjeros o
del diferente, apenas huelen la pólvora en el combate, van, pegan el
carrerón y se esconden bajo las sotanas de un cura.
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