Uno, cree
es posible desembarazarse un tanto de la cotidianidad, aunque sea por
escasos días,
pero he aquí
que esta tragedia, en la distancia engañosa
de unos miles de kilómetros,
se nos clava, nos desgarra en lo mas profundo y entonces, el llanto
trasciende el estrecho confín
de la amistad personal, sin que importe que nunca hayamos tenido la
oportunidad de abrazar al trabajador ultimado, estrechar la mano de los señores
Faddoul, ni bendecir las cabecitas inocentes de los niños
mártires.
ROJO O BOLIVARIANO.
Se ha instaurado entre
nosotros una nueva tipologÍa delictuosa. Sin ánimo de polemizar, pero si de
llamar las cosas por su nombre, la etiología se entrelaza con la llegada de
la sedicente revolución. Por ello deben compartir adjetivo, revolución y
asesinatos, para mejor estudio y manejo de esa inédita antisocialidad, que
no vacilamos en denominar delitos de cuello rojo o mejor, delitos de cuello
bolivariano.
El ministro del
Interior, pide que no se politicen las atrocidades contra los Faddoul,
Rivas, el fotoreportero Jorge Aguirre, y antes, contra el empresario Sindoni,
los estudiantes masacrados en el barrio Kennedy y los 100.000 muertos, que
contabiliza el hampa a partir del 2 de febrero de 1999. Pero hay una
circunstancia que a los venezolanos de bien no nos puede resultar
indiferente.
Nos referimos al surgimiento de una
brutalidad, de una crueldad redundante, en otro tiempo ajena a la
idiosincrasia y aquí llegamos adonde el alto burócrata no quiere llegar.
Han sido ocho años
de prédica
de odio ininterrumpida, de ofertas de freir cabezas adversarias, de
cognomentos como los de escuálido,
oligarca, cachorro del imperio; de burla al adversario preso o caído
en desgracia; de rienda suelta a la coprolalia gubernamental, al
resentimiento personal, a la propaganda de guerra, asimétrica
o vaya usted a saber, por quienes desde sus responsabilidades de dirección,
han erigido en paradigma la intolerancia al diferente.
A uno, quizá, lo traicione algún
chauvinismo desconocido, encapsulado en recóndito pliegue interior, de modo
que en medio del dolor, roguemos, como si con ello pudiésemos aminorar la
tragedia, que los culpables no sean venezolanos, que ojala fuesen oriundos
de alguna galaxia y que aun así, hayan actuado obnubilados por cierto
estupefaciente irresistible y distorsionador.
Pero no es asi. Todas las
sospechas apuntan hacia efectivos de organismos policiales, nacidos en
Venezuela, exacerbados por el desmedido
ánimo
de lucro y transformados en monstruos, a causa de la droga de la prédica
de odio, capaz de desatar los demonios internos mas deletereos.
Total, que
aquí
están
los resultados de este macabro cocktail de apología
a la división
social, de ineptitud de los servidores públicos
a quienes en lugar de probidad y eficiencia, se les hace jurar lealtad
perruna; de corrupción
impúdica,
donde solo se castiga a quienes han caido en desgracia con el mandón
por motivos futiles e innobles; de impunidad, "a los míos
con la razón
y sin ella", so pretexto que los fines de la inexistente revolucion
justifican cualquier medio, cuando tendría
que ser al contrario, porque los fines nunca llegan o no existen y en tales
circunstancias, el
único
paliativo del drama de la población
es la decencia, ahora mismo, en el manejo de los recursos que otorga el
Poder.
GENTILICIO
QUE PERSISTE. La
ofuscación de la intolerancia les habrá infundido la quimera de creer que
los verdaderos valores del gentilicio son perecederos, como la carne. Pero
las ejecutorias, hermosas como plegarias, fecundas como un Pentecostés,
ásperas
como el llanto de la presente hora por el asesinato vil de tanta gente
inocente, nos comprometen y permanecen sobre nosotros como sementera
inabarcable e inspiradora.
Esos que han amado al pais, como los Faddoul,
Sindoni, Rivas y tantos otros inmolados, nos inflan los pulmones en medio
del presente luto para seguir desmontando la mentira y seguir vindicando,
sin ofuscaciones ni retaliaciones subalternas, la buena astilla que por
forturna y de manera mayoritaria, todavía, conservamos los venezolanos.
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