Las tormentas son los dragones
del tercer mundo que siempre devoran a los pobres. Nunca hemos visto un
banquero o un megamillonario subido al tejado de su casa, mientras las aguas
desbordadas ponen a flote sus consolas Luis XIV o sus bonos del Tesoro
Público. Pero en estos Carnavales, a la tragedia causa de la naturaleza
desbordada, se tiene que sumar el consabido saldo de muertos y mutilados en
accidentes viales, igualadores y democráticos, porque lo mismo golpean al
propietario de un “Rolls”, que al pasajero del autobús.
EL OTRO HURACAN.
Camino por mi barrio, armado con un paraguas para comprar los diarios y
gloso con doña Maritza, mi quiosquera impar, las tragedias del tránsito
automotor. Según “El Universal” durante la pasada temporada de Carnaval,
cada cuatro minutos hubo en Venezuela una colisión de automóviles. Uno se
refugia en su procesador de palabras, como un residente de Carmen de Uria o
de Punta de Mulatos, se refugia cada cierto tiempo, en su palangana
convertida en balsa.
Si se consideran las mencionadas
estadísticas, yo mismo, en los ocho minutos que tengo escribiendo esta
crónica ya me he salvado dos veces de perecer arrollado por una furgoneta,
por un motorizado beodo o por alguno de esos imbéciles que se distraen
mientras conducen porque están muy ocupados hablando a través de su teléfono
celular. Es el otro huracán. La otra tormenta de impunidad y permisividad en
la carretera. El de las riquezas de las multinacionales del automóvil, que
cada vez nos obligan a comprar más coches y los construyen innecesariamente
rápidos y más peligrosos. Esto, para que se consuelen mis hermanos de
Vargas, Miranda, Caracas, que habitan construcciones precarias, a merced del
primer chaparrón.
MORIR EN LA VIA.
Los accidentes de tránsito, son la tercera causa de muerte en nuestro país,
después del cáncer y las enfermedades cardiovasculares. Por si fuese poco,
constituyen el primer motivo de mortalidad en la población entre los 15 y
los 44 años. En el ámbito interamericano, Venezuela ocupa el quinto lugar
por muertes en tal clase de accidentes y a escala mundial disputamos el
dudoso honor de aparecer en el décimo puesto. En un país donde fruto del
populismo más ramplón, se ha impuesto la anarquía y cada cual hace lo que le
parece, era de esperar que el alcohol y el exceso de velocidad estuviesen
presentes en el 90% de tales siniestros. De donde sale que a los
venezolanos, si no nos agarra el sin nariz del río centelleante de un
borrachín a 100 o más kilómetros por hora, no nos pela el sin nariz de las
orillas desbordantes de nuestras vaguadas, sin otra defensa que el azar y la
casualidad.
Pese a la profusión de cuadros
estadísticos, gráficos de torta y demás contabilizaciones de muertos y
damnificados por ambos flagelos, existe un elemento común que afila las
mediciones. Nos referimos a la ineficiencia y muchas veces corrupción de los
entes supuestos a prevenir dichas tragedias. En los últimos años, ha sido
decretada la creación del rimbombante, pero inoperante de un todo, Registro
Nacional de Accidentes Viales, así como la Comisión Interministerial de la
Seguridad Vial (Ciapev). Aparte de organizar aniversarios y festejos
conmemorativos, pocos han sido los esfuerzos de dichos organismos para
escaparse del mote de elefantes blancos.
En cuanto a la prevención de
tragedias a causa de las lluvias, jamás se asaltó el patrimonio público,
como con motivo del deslave en el Estado Vargas ocurrido en 1999, por
nombrar el ejemplo más repugnante. Allí la socorrida emergencia para evadir
los controles elementales, fue de la mano con la más obscena ejecución de
hipotéticos movimientos de tierra, verdadero bocatto di cardinale,
a la hora de expoliar la Tesorería Pública, porque una vez ejecutado el
supuesto acarreo es casi imposible detectar el fraude y la sobrefacturación.
El clamor público, sobre la colusión de un contratista valido del régimen de
origen italiano - que pudo haber sido de origen
chino, esquimal o venezolano - con autoridades
estadales, ruborizarían al más desenfrenado contratista de la época
perezjimenera.
Total que cualquiera que sea la
causa, en Venezuela nos aguarda la muerte en cada esquina. Un país donde me
levanto joven pero me acuesto como sobreviviente.
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