UNA
"MISION" EN NUESTRO FUTURO. Hasta ahora, la igualación ha
sido por abajo. Aspirantes a “amos del valle”, hoy balseros del aire.
Clase media – incluida la sedicente media alta- reducida a la condición
plebeya. Profesionales jóvenes con ínfulas de yuppies,
bi, tri, cuatrilingües y hasta auténticos políglotas, relegados a la
economía informal o a la trashumancia de saltimbanquis de semáforos.
La
propia materia prima de la Revolución, tampoco ha quedado indemne de ese
rasero por la cota inferior. De pobre, a más pobre; de más pobre a
indigente; de indigente a pelador atroz, y así, en una cuesta abajo diabólica
y resbalosa, que amenaza con convertirnos a todos los sectores, en un
aglomerado de pedigüeños de las “misiones” del gobierno. Todos los
sectores, menos uno: me refiero a ese contingente de revolucionarios con
furor de meter mano en la Tesorería Pública, que en los últimos cinco años,
ocho meses y 16 días, ha sido el único que ha demostrado verdadero
instinto emergente y espíritu de superación.
LA
CULTURA DEL CENTRO COMERCIAL. El
hampa común –favor no confundirla con el ya mencionado cuello blanco
bolivariano- impone su ley de asaltos a mano armada, al mismo tiempo que
los organismos de seguridad, chantajean, extorsionan, esquilman, con la
complicidad o en el mejor de los casos, con la indiferencia de quienes los
dirigen. Ante tal operación tenaza, los parroquianos inofensivos, pero
que nos negamos a permanecer confinados en casa, nos quedamos siempre sin
saber cuál es más peligroso en plena calle, un malandro conocido o un
policía por conocer, que so pretexto del operativo
más reciente, nos amenaza con sanciones extravagantes a excepción,
por supuesto, que “nos bajemos de la mula”.
Visto
así, ahora nos explicamos porqué los caraqueños y demás pobladores
urbanos de Venezuela, practican la cultura del centro comercial.
Por lo general, estos últimos son espacios inamistosos, con
pocos o ningún compromiso con las ciudades donde fueron edificados. Para
proyectarlos los empresarios locales, en sociedad con consorcios
internacionales, suelen contratar arquitectos extranjeros. Pero ocurre,
que los pegostes de concreto y hierro armado, que dichos proyectistas no
se atreven a diseñar en ninguna otra parte del mundo, nos los implantan
aquí, porque nuestras alcaldías, se prestan a la violación de las
ordenanzas a cambio de los consabidos negociados.
Decía,
Frank Lloyd Wright, que los médicos entierran sus equivocaciones,
mientras que los arquitectos para tapar sus errores, solo pueden aconsejar
la colocación de enredaderas. En Venezuela tapamos tales errores de diseño
en los centros comerciales, con el gentío que acude a dichas
instalaciones.
No
tienen dónde caminar, dónde tomar un poco de aire libre, aunque sea
acondicionado, salvo que deseen convertirse en una cifra más de la estadística
de criminalidad o en carne de cañón de la matraca de nuestros supuestos
agentes del orden. Pero ahora, se corre el riesgo de perder hasta esos
espacios.
PORQUE
LA VIDA ES AHORA. Un goajirrillo cargado de paquetes, emerge de una
de las escaleras mecánicas, mientras los anaqueles del centro comercial
semidesértico aludido al comienzo de la presente crónica, son vaciados
por personajes de similar predicamento. No será una clientela de cantidad
sino de capacidad adquisitiva. Perros de la guerra de los helicópteros
rusos comprados con sobreprecio; poseedores de bonos del gobierno
adquiridos por debajo de su cotización; rascabucheadores de Cavidi;
titulares de las comisiones repartidas por la mecanización electoral y
por los negociados de Mercal, pero antes que todo, guapos y apoyaos
por la nueva normativa que castigará, hasta el límite de cuatro
años de cárcel, a quienes caceroleen a la nueva high-life
revolucionaria.
Pedro
Estacio, primo del cronista, chavista de buena fe, pulquérrimo, que si de
algo es culpable, es por inocentón, ha escrito un excelente ensayo, “La
manada no va a la escuela”. Pero al Sambil, sí, Pedro. En particular
cuando se sienta a salvo de las protestas por sus expolios.
|