Escribía su paradero en sobre lacrado para ser
abierto solo en caso de emergencia y ¡zas! sin la parafernalia que le correspondía como jefe de
Estado, se marchaba de incógnito, al volante, a toda velocidad, hasta su
garçonier más cercana. Es que la carne - y sobre todo el moflete - es
débil. Además, Kissinger ya lo tiene escrito: el mejor afrodisíaco es el
Poder.
Castro (Cipriano) alguna vez montó la farsa del
abandono de la Presidencia. Algo que de alguna forma violaba el compromiso
previo con sus partidarios. Sin embargo la razón subyacente, era otra.
Humillar a su Vicepresidente. Vejarlo, ponerlo en su sitio, de recordarle,
quién era el verdadero amo, cosa que le demostró cuando retornó al poder por
la vía de la aclamación. Menos mal que el comandante Chávez no tiene
necesidad de vejar a quienes se han vejado a sí mismos.
Castro (Cipriano, no. El otro, el que nos esquilma
sin misericordia) también tiene una larga historia de desapariciones
aparentemente fortuitas ¿Artimañas para someter a prueba a servidores de
fidelidad dudosa? ¿Supuestos complots magnicidas que sirven para reprimir,
para encarcelar a todo el que le viene en gana? ¿Provocaciones para que en
Miami reviente la fiesta y sus adversarios dilapiden unos cuantos millones
que de otra forma se utilizarían en una invasión? No nos atrevemos a sacar
conclusiones definitivas. Pero el asunto es que a este último, la estrategia
le ha funcionado por 45 años.
LAS EXCUSAS BOLIVARIANAS. Nosotros supimos, desde un
principio, que en materia de excusas por inasistencias, las cosas no le iban
a salir bien al comandante Chávez. Los lectores se servirán recordarlo. Este
último, como Presidente electo, a comienzos de 1999, tenía prevista una
gira por Estados Unidos. Había expectativa. Además de estrenar la visa, que
hasta entonces le negaba su condición de golpista, el itinerario incluía
gestiones para obtener una posible audiencia en el Salón Oval. Pero cuando
el viaje estaba a punto y la aeronave se encontraba, casi, en cabecera de
pista, he aquí que uno de sus principales voceros, hizo el anuncio oficial
que ha sellado su mala suerte con el gobierno norteamericano: “El
Presidente tiene diarrea”.
Un hombre que ordena a título de excusa, el empleo
de palabra tan poco lírica se echa, a sí mismo, las siete cruces. Si a su
cita inicial para pedir audiencia con Baby Bush, María Corina, no va,
inasiste y por si fuese poco, alega justificación tan malsonante, no solo no
la invitan más, sino lo que es peor: pierde su glamour sin remedio.
Total, que nuestro Presidente en esta materia ha
cavado su propia falta de credibilidad. Incluso, entre sus mismos
partidarios. Si dice que no pudo asistir a una concentración celebrada en la
avenida Bolívar porque fue a visitar a su menorcita, no faltará quien lo
desmienta con el señalamiento que en su condición de galán, estaba pasándolo
gordo en La Orchila. Si confiesa que estaba en esta última localidad, igual.
Solo que en esta oportunidad, serán sus detractores quienes asegurarán que
para pasarlo gordo, por necesidad, tiene que irse a La Habana.
NO ES LA PRIMERA VEZ. Parece mentira. Una de las
principales generadoras de tal clase de embarques, son las llamadas
depresiones nerviosas. Sin embargo son casos que han permanecido en secreto,
a causa del preconcepto según el cual un Presidente, un ministro y menos un militarote, no deben ser presas de semejantes estados catalépticos.
Son las cuatro de una tarde cualquiera. Afuera, la
multitud lo reclama a vítores. En el interior de un cuarto muy oscuro, un
hombre semidesnudo, yace en la cama en posición fetal, usando como biberón
uno de sus dedos pulgares. No habla, no come, tiene tres días sin responder
llamadas y su único signo vital, es un movimiento a ritmo de mecedora. De
nada le han servido el Halol, Ritalín y los supositorios de litio.
No ha sido víctima de algún secuestro, ni de ningún
atentado dinamitero. Tampoco está muerto, ni se ha ido de parranda. Es el
llamado “Síndrome de Cucurulo”. Algo así como un down, pero de
pronóstico más reservado.
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